En el jardín del hotel, Helena, sentada a una mesa, conversaba con un señor desconocido.
Hacía muchos años que Hypnos no la veía, pero al instante no sola la reconoció sino que recordó el tiempo en que habían sido novios.
Con una actitud temeraria pero discreta, se acercó a la mesa; luego de saludar y disculparse por la interrupción, se inclinó hacia Helena y le susurró unas palabras imperceptibles al oído.
Sus palabras fueron lo suficientemente convincentes para que ella, de inmediato se levantara y juntos se alejaran unos metros para conversar, hasta que finalmente se retiraron del jardín.
Helena recogió sus cosas y se trasladaron a la casa de Hypnos, transformada ahora en un salón de fiestas. La alegría reinaba por todos lados; ella era una obra de arte viviente. Iba y venía con sus ocurrencias, a veces entonaba alguna canción de los Cadillacs, vestida con un pantalón blanco y una blusa negra, con su pelo oscuro y corto, y una gran sonrisa en el rostro.
Hypnos se sentía, como hacía años que no lo hacía, rebosante de alegría; disfrutaba de su compañía como en los viejos tiempos.
La sonrisa de Helena, encendía su vida y él, como un necio, se aferraba al presente, esperando que fuera interminable.

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