Hypnos había llegado a la casa de su pareja, donde las paredes, pintadas de un blanco desgastado, eran el telón de fondo. Ella, en el centro la escena, acompañada por un amigo, que se escondía, intentando no ser visto.
Esa mujer, con su aguda inteligencia y sentido particular del humor, se entendía bien con sus amigos, porque con ellos, no tenía complicaciones. Sin embargo, Hypnos sabía que había algo más, algo que no podía detectar pero que lo inquietaba profundamente. La tensión del momento, se expresaba por la pesadez del silencio.
Sentía la opresión de lo no resuelto, de las preguntas nunca formuladas y de las respuestas que nunca llegarían.
Ella lo miraba con indiferencia, reflejando algo que él no podía nombrar.
El amigo, desde su escondite, observaba, como si esperara un veredicto.
Hypnos, sin decir nada, partió y la puerta se cerró detrás de él con un golpe. El aire exterior era puro, como si la atmósfera de la casa hubiera estado contaminada.
Caminó sin rumbo, mientras la figura de ella se desvanecía en la distancia, como un fantasma.
Sin poder articular pensamiento alguno, Hypnos experimetó la realidad de su soledad.
No era una soledad física, sino existencial; una certeza de que, como siempre, estaría solo.

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