Al volante de un viejo automóvil, atravesó la ciudad conduciendo de contramano por una vieja avenida, saturada de tránsito.
La infracción habia sido registrada, lo perseguiría como una sombra.
Ese día cada acción suya tendría consecuencias impredecibles.
Al entrar al club, con torpeza, destruyó una escultura, pero no paró.
No sólo era un acto vandálico, sino que también una imprudencia.
En el vestuario, la denuncia lo esperaba como una profesía cumplida.
Hypnos huyó, en un viejo taxi, con destino incierto.
Atravesaron la ciudad de estilo colonial, con calles desiertas, cuya belleza disfrutó.
En la casa del chofer, se bajó de la coupé y en el acto, vomitó una lombriz grisácea.
La hija del chofer, testigo de la escena, dijo – «hay que cocinarla«.
Sonó la sirena del patrullero que se acercaba, Hypnos, resignado, se entregó.
En su mochila encontró remedios desconocidos.
A los gritos Hypnos exclamó: – «Soy inocente, soy inocente, me drogaron«.
Recuperó el alma que había perdido.

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