La fiesta palaciega

El gran salón del palacio, decorado con cuadros antiguos y pesadas cortinas de terciopelo, imponía su historia a los presentes.

Hypnos era uno de los pocos invitados que vestían uniforme. El aire del lugar le resultaba denso, pero no por el calor, sino por la incomodidad de encontrarse rodeado de grupos cerrados, que confabulan para mantenerse en el poder. En uno de ellos, reconoció a un viejo amigo, pero simuló no verlo y siguió caminando.

Un mozo, le acercó una bandeja, para ofrecerle un bocado. Era un plato con una perdiz, retorcida y despedazada, con las patas hacia arriba, que recordaba su triste final. Hypnos, imaginó el dolor sufrido por el animal, lo sintió como propio, y una ola de angustia se apoderó de él. Para mejorar su ánimo, tomó una copa de vino y el líquido rojo oscuro, se derramó sobre su pecho, manchando el uniforme blanco y su simbólica pureza.

Hizo un balance de su experiencia, de ese mundo lejano para él, donde los invitados exponían sin remordimiento sus riquezas, que habían obtenido, gracias a los privilegios que gozaban, mientras sus almas eran devoradas por la avaricia, las ansias de poder y la envidia.

El resultado, una mancha, una mácula, de la cual el mismo debía desprenderse.

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